28 de diciembre de 2011

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25 de diciembre de 2011

Violencia... otra vez

Las estadísticas son una cosa seria, aunque hay gente que no se las toma en serio. Lamentablemente, sobre el tema de la violencia, tal parece que en nuestro país no hay familia que se escape de ella, y esta vez le tocó a la nuestra.
Los protagonistas: mi primo de 22 años y su novia, embarazada de 6 meses. Pretendían llegar hoy 25 de diciembre a visitar a la abuela de ella, que vive en El Cementerio. Cuando llegaban a la casa, se encuentran que los vecinos, de forma arbitraria, habían trancado la calle para "celebrar la navidad". La novia de mi primo se baja del automóvil para pedir que les permitieran pasar, ya que se dirigían a un edificio que queda dentro de la calle cerrada. Palabras más, palabras menos, una mujer presente le negó el paso, y ante el reclamo de la embarazada, la mujer le dio una cachetada.
Mi primo se bajó muy molesto del vehículo y empujó a la agresora. ¿Qué ocurrió? Se terminó armando una trifulca donde volaron botellas de refresco y quien sabe cuantos otros objetos contra mi primo y su novia por parte de la gente que estaba reunida en el lugar. Pero el colmo fue que uno de ellos tomo la rama de un árbol y, acercándose por detrás, le propinó tal golpe a mi primo en la cabeza que lo dejó tirado en la calle, inconsciente. La rama se partió del golpe y rebotó también en la cabeza de su novia, quien también cayó al piso.
Ahora ambos están en la clínica, ella inconsolable con un collarín y sin recordar nada de lo ocurrido. Por lo que se sabe hasta ahora, el embarazo no sufrió consecuencias del incidente. Él, con una fisura en la cabeza y con una probable conmoción cerebral ya que, aunque está despierto, ha perdido parte de la memoria y no recuerda varias cosas, como algunos nombres o sucesos (por ejemplo, no recordaba si ya se había graduado en odontología, ya que su acto es en febrero). La cara le quedó muy golpeada, por lo que además de un neurocirujano, está siendo evaluado por un cirujano plástico.
¿Cómo quedará esta agresión? Recordando a mi amiga Nadia, ¿quién responde? Este episodio está aun por resolverse ya que, como se pueden imaginar, las personas implicadas son vecinos de la muchacha o conocidos de la zona...
¿Qué decir que ya no sepamos? ¿Gracias a Dios quedaron vivos? ¿Esa frase que acompaña a todos los que son víctimas de la violencia pero que no terminan en la morgue? La verdad, no es consuelo. Al menos no ahora.

20 de diciembre de 2011

El Espíritu de la Navidad en la red

El Mercosur de Chávez


Esta mañana el presidente Hugo Chávez llegaba a la República Oriental del Uruguay para participar en la Cumbre del Mercosur. Por primera vez, el líder bolivariano sale del país a un destino distinto a Cuba y con motivos distintos a la atención de su propia salud.
Tuve la oportunidad de escuchar un segmento de la declaración que ofreció apenas pisar tierras sureñas. Orgulloso, como siempre, Chávez señalaba la importancia de participar en esta cumbre, apuntando lo conveniente que resulta para el Sur que Venezuela forme parte de esta comunidad. "Somos la puerta de entrada del Mercosur al Caribe. Además, en mi gobierno miramos al sur: antes éramos una colonia yanqui, todo era Miami o Nueva York. Ahora, Venezuela mira al Sur".
Luego, la perla que provoca esta reflexión: "A quien más le conviene que Venezuela esté en Mercosur es a los países del Mercosur. Mi gobierno está dispuesto a mejorar las relaciones comerciales con estos países, a comprar millones de dólares en productos del sur. Y a cambio, Venezuela les dará petróleo, todo el que necesiten".
Esa es la geopolítica de este gobierno. Nada dijo acerca de la necesidad de que nuestro país mejore su producción y amplíe sus mercados en otros rubros. Venezuela no anda pendiente de producir más café, cacao, carne, leche o pollos, mucho menos productos manufacturados. Lo único que sabemos hacer es producir petróleo, que con eso pagamos los pollos brasileños o la carne argentina con la que solventamos el tema de la soberanía alimentaria.
Mientras tanto, los productores criollos ven como disminuye su capacidad productiva, los venezolanos sufrimos de la inflación más alta del continente -por no decir que del mundo-, y nos convertimos en un país con una economía de puertos, donde las mayores transacciones comerciales se dan en las aduanas -que no son muy benditas, por cierto- y siempre apostando a que el ganador sea el otro: Cuba, Nicaragua, Ecuador, o ahora los mejores amigos de Uruguay, Brasil, Paraguay o Argentina.
Menos mal que este gobierno defiende la soberanía patria a como dé lugar, que si no... Ya lo dijo él mismo hace unos años: Los presidentes de Cumbre en Cumbre y los pueblos de abismo en abismo...

7 de diciembre de 2011

Desarrollo del podcast en Venezuela

Este es un documental realizado por Andrea Guarisma (@DynamiteAndre) como trabajo de grado para obtener su título de Comunicadora Social. Agradezco enormemente que me haya considerado para formar parte de sus entrevistados. El contenido es muy interesante. Ahí se los dejo...

Desarrollo del Podcast en Venezuela from Andrea Guarisma on Vimeo.

La lluvia también es de todos

Una de las cosas más democráticas que tiene el planeta es la lluvia. Cuando cae, no tiene distingo de raza, credo, orientación sexual o clase social. Cae sin contemplaciones, sin miramientos.
Y justo porque no tiene preferencias, la naturaleza tampoco suele estar pendiente de quienes sufren las consecuencias de sus manifestaciones más contundentes. Los terremotos, tsunamis o tormentas suelen tener un paso arrollador que termina cambiando la vida de quienes habitan las zonas donde se presentan estos fenómenos naturales. En nuestro caso, la lluvia cae sin imaginar que el río Guaire puede llegar a salir de su cauce, porque el embaulamiento no logra contener la fuerza del agua. Que esa corriente gigantesca es capaz de socavar las bases de la autopista hasta ponerla al borde del colapso.
La lluvia no tiene por qué pensar que un árbol puede caer sobre un automóvil y acabar con la vida de su conductor, o generar lagunas enormes que hacen que los carros se ahoguen cuando intentan cruzarlas. El aguacero no es responsable de hacer que las quebradas caraqueñas crezcan hasta introducirse en las casas construidas a su alrededor, obligando a sus habitantes a abrir orificios en las paredes para que el agua desocupe más rápidamente su hogar y de este modo intentar recuperar algunos de sus enseres.
Si le preguntan a algunos de los expertos de nuestro país en el tema de protección civil y prevención de desastres (como Carlos GenatiosÁngel Rangel, por ejemplo), escucharán el discurso que ha sido repetido hasta la saciedad pero que, lamentablemente, es palabra hueca para quienes, en definitiva, deben tomar las decisiones de políticas públicas que eviten males mayores. Nos explicarán que ha sido el hombre quien, en su afán por domar a la naturaleza, o simplemente hacer caso omiso de sus advertencias, continúa construyendo cerca de ríos y quebradas, en terrenos inestables. O que algunas infraestructuras requieren de un mantenimiento que no se hace por las más diversas razones. E incluso, que a pesar de las advertencias de organizaciones gremiales como el Colegio de Ingenieros, no se hace nada para que puentes, autopistas o casas no colapsen.
La ciudad de Mérida se encuentra prácticamente incomunicada por las lluvias, con derrumbes que afectaron las vías hacia El Vigía o el páramo. Caracas vivió momentos de angustia en la carretera vieja hacia Guarenas, en la propia autopista CCS-Guatire o en la que comunica con La Guaira. También hubo derrumbes en la bajada de Tazón, en la vía que comunica Santa Mónica con Cumbres de Cúrumo y hasta colapsó la autopista Francisco Fajardo a nivel de Antímano-Mamera. Las lagunas se hicieron presentes en muchos lugares de la ciudad y un árbol le quitó la vida a un doctor que iba en su automóvil en Las Mercedes. En Maracaibo, la situación es similar y ya se cuentan en varias centenas las personas afectadas por las inundaciones.
Todo eso ocurrió en un día de lluvias. Un día que han sido varios, porque desde hace unos cuantos días no ha parado de llover en todo el país. Y es como si viviéramos otra vez en 1999. Con la diferencia de que 13 años después y con una Ley Habilitante "para las lluvias", no se justifica que el miedo siga instalado en nuestra conciencia cada vez que al cielo le da por democratizarse.

6 de diciembre de 2011

La violencia de Guanare

Los periódicos amanecieron relatando las acciones de protesta que los pobladores de Guanare, en el estado Portuguesa, llevaron adelante luego de que se conociera la noticia del asesinato de un niño de 5 años por parte de las personas que lo cuidaban.
Sobre este suceso son varias las reflexiones que surgen, y cada una preocupa más que la otra. La primera, quizás la más obvia, es que la violencia sigue haciendo de las suyas en cualquier rincón de nuestro país, una violencia ciega que no discrimina. Lamentablemente, en este caso (como en muchos otros), la víctima es un niño. En nuestro país, la mayoría de los crímenes son cometidos contra hombres jóvenes y eso tendrá, más tarde o más temprano, consecuencias en nuestra propia demografía. Por cierto, esos crímenes son cometidos también por jóvenes, y si no, vayan a ver de qué está compuesta la población penitenciaria de nuestro país, que encontró en el crimen y la violencia un negocio sumamente rentable.
La otra tiene que ver con el suceso en sí mismo: se presumen torturas, maltrato y hasta violencia sexual contra un infante. Solo imaginar lo que pudo significar la vida de este niño durante sus últimos momentos entristece el ánimo de cualquiera y nos hace preguntarnos qué pudo llevar a un grupo de personas adultas a promover y participar en una situación como esta. Se puede leer que hay evidencias de consumo de alcohol y drogas en un contexto de celebración o de rituales mágico-religiosos. Y para colmo, estas personas estaban a cargo del "cuidado" del niño, y su propia abuela acusó de maltratoa la mamá del niño. Entonces, estamos hablando  de personas que, por lo narrado hasta ahora, no tenían ningún escrúpulo en relación a la presencia de un niño en actividades de adultos, al punto de incluirlo -peor aún- en estas actividades, convirtiéndolo en el centro de las prácticas que provocaron su muerte.
Finalmente, la reacción del pueblo de Guanare. ¿Qué lleva a un grupo de personas a protestar hasta el punto del saqueo y destrucción de comercios por el asesinato de un niño? ¿Acaso la justicia se logra arremetiendo contra los locales comerciales? Ciertamente, la indignación por el hecho justifica la protesta -y de solo imaginar que esto ocurra en Caracas... viviríamos en una protesta permanente-. Pero aquí hay dos consideraciones: la primera tiene que ver con nuestra propia capacidad de regularnos. En la práctica, la violencia fue respondida con más violencia, y hasta ahora, nadie nos ha demostrado que actuar de esta forma resuelve algo. Es catártico, quizás, pero más nada.
Y justo allí viene la segunda consideración: ¿acaso alguien en este país resuelve algo? El problema de la falta de institucionalidad en el país ha generado un clima de desconfianza enorme en una sociedad que no cree que policías, tribunales y cárceles darán respuesta a su exigencia. Que temen que la impunidad se hará nuevamente presente -como en el 92% de los casos investigados por la Fiscalía-. Que piensan, a estas alturas, que lo mejor es tomar la justicia por su mano (que no es justicia, en definitiva). Un Estado gigantesco, amorfo y anómico, incapaz de dar respuesta a los principales problemas de la gente, provoca válvulas de escape en una sociedad que no tiene más herramientas para reaccionar que la violencia en la cual se fundamentan sus relaciones.

28 de julio de 2011

¡La pasta, la pasta!









Erman Villegas, nuestro amigo el chef, estuvo preparando pastas y salsas... como para que se les haga agua la boca...

5 de julio de 2011

200 años de pava


Son pocos. De hecho, casi nada, considerando que otras naciones cargan encima historias de miles de años. Claro, tampoco fue que aparecimos en el planeta hace dos siglos, pero en estos días los venezolanos nos encontramos celebrando 200 años de haber firmado la independencia. Y luego vinieron las batallas, los próceres y la historia heroica que desde niños se encargan de vendernos como la biblia. Luego de 200 años, uno termina preguntándose qué aprendimos. O qué dejamos de aprender, porque, al final, creo que este ha sido un país con muy mala suerte, o de pava, como decimos los venezolanos.
Nos conquista España. A riesgo de no ser acusado de xenófobo, no emitiré juicio de valor sobre ello. Simplemente, así arrancamos: llegaron a esta tierra habitada por indígenas y se desarrolló una relación bastante cruenta. Tiempo después, un grupo de venezolanos encontró política y económicamente conveniente separarnos de la madre patria. Eso nos llevó a un período de luchas de las que surgieron nuestros próceres. Es mi opinión que, circunscritos a estos doscientos años, aquí es donde comienza la pava. Nuestros héroes no resultaron ser otra cosa que caudillos militares, ávidos de poder, de tierras, de esclavos, que nos llevaron incluso a una guerra federal que diezmó a buena parte de la población.
Sin embargo, la historiografía oficial se encargó de decirnos que esos militares habían logrado lo impensable: la independencia de América Latina. Y por ello, debían ser venerados como dioses griegos –leído así mismo en un mensaje de redes sociales-. Bolívar, Miranda, Sucre… todos debían ser colocados en los altares criollos. Y sus herederos, los miembros del glorioso ejército venezolano, igualmente honrados como los únicos capaces de mantener y proteger la libertad que estos grandes hombres nos habían regalado. Y por ende, los únicos con la capacidad para gobernar a esta tierra de gracia.
No conformes con ello, aparece a inicios del siglo pasado el excremento del diablo. El petróleo se convirtió en el bien más preciado por propios y extraños. Todo empezó a girar en torno a él y a los recursos que su explotación nos proveía. Podíamos vivir del petróleo, o al menos eso fue lo que nos dijeron. Nos organizamos para acercarnos a sus bondades, sin pensar demasiado en los métodos, más o menos correctos, porque en realidad tampoco había quien le pusiera el cascabel al gato.
Y entonces, decidimos que no queríamos ser gobernados por un militar. Militares a sus cuarteles, era la consigna. Los civiles tomaron las riendas, el mundo avanzaba a pasos agigantados –la revolución tecnológica corría paralela a la explotación energética de la cual Venezuela era protagonista de excepción-. De nuevo, las apetencias políticas nos cegaron y el poder económico era más tentador. En 40 años, los resultados de la gestión civil se revelaron un desastre. ¿La Solución? Otro militar al poder. Otro heredero de la patria grande, otro hijo de Bolívar, otro Cristo resucitado. Otro caudillo que cree en el centralismo, en la prevalencia del uniforme, de la subordinación y de los grandes desfiles que buscan demostrar que él, y solo él tiene el control de nuestro destino. Cierto es lo que dicen: Se puede disfrutar de las mieles de la sabiduría sin ser un erudito: nuestro caudillo es fiel reflejo de ello. Y mientras tanto, Venezuela celebra 200 años de pava, que prometen ser más.

14 de junio de 2011

El consenso os hará libres


El comandante está en Cuba. Por razones que no vienen al caso, Herr Chávez tuvo que permanecer en la isla de la felicidad por un tiempo que él mismo calificó de “indefinido”. A pesar de las pataletas y los grititos ahogados de quienes dicen representar a la oposición, que reclamaban, dada la situación, que el país se encuentra en lo que llamaron un “vacío de poder”, la facción roja del hemiciclo la volvió a hacer: ratificó que el líder máximo tiene derecho a quedarse en Cuba el tiempo que requiera su recuperación de la intervención quirúrgica a la que fue sometido. Post-facto, su grupo de soldados, rodilla en tierra, protege la majestad del magnánimo caudillo, jurando incluso “defender con la vida misma” el mandato de su serenísima.

Es decir que, en la práctica, las elecciones de diciembre pasado no sirvieron para un carrizo.

Por insólito que parezca, y a pesar de que se supone que el rol de la Asamblea Nacional es generar el espacio propicio para el debate y el logro de consensos, la realidad es que seguimos viviendo bajo la égida de la imposición de la voluntad de quien se ha convertido en mandante –que no co-mandante y mucho menos mandatario nacional. Gracias a la paupérrima mayoría alcanzada con su minoría de votos, la presencia roja es apabullantemente más poderosa que los sesentipico de diputados que hoy en día dicen representar a la otra mitad de los que votaron en las últimas elecciones.

Y de diálogo, nada. A los venezolanos hace un buen rato se nos olvidó lo que significa esa palabra. En tiempos de polarización, cualquier tema se politiza de modo tal que el juego siempre sumará cero: mientras uno gana, el otro pierde –y deberá ser humillado en el proceso. Porque no se trata solo del acto mismo de hablar y escuchar, sino de lo que implica para una sociedad el logro de los consensos requeridos para la convivencia.

Ya lo decían los republicanos: cualquier interferencia será legítima en tanto discutida y acordada. Cualquier otra decisión que afecte la forma de vida de los ciudadanos no será otra cosa que una imposición, y por ende, viola lo que se supone sería el valor más sagrado del hombre: su libertad. Pero claro, estamos hablando de peras y, no nos quede dudas, el líder es cualquier cosa menos pera (supondrá el lector que se parecerá más a la muy gringa manzana, por lo roja, al menos en lo que a discurso se refiere).

Sin diálogo y sin consensos, seguimos en las mismas desde la fatídica decisión de abandonar los espacios parlamentarios: soportando calladamente las consecuencias de tener una asamblea de mentira, un Estado que habla de independencia de poderes mientras se carcajea por nuestra ingenuidad porque solo lo hace para mantener las apariencias de un régimen que se dice democrático cuando, ni siquiera en las instituciones deliberativas por excelencia, se cumple con el mandato constitucional de, justa y argumentadamente, deliberar.

3 de junio de 2011

Aborigen

La razón por la que publico esta foto, parte de la sesión que puedes ver en el blog de Richard, es una: La idea del aborigen con la cabeza forrada en matas es mía. Y creo que quedó muy fina y ando muy contento por ello.
Espero que a ustedes también les guste.

3 de mayo de 2011

La (mala) leche


El pote de leche iba volando. Créanme cuando les digo esto: el envase plástico de la leche iba volando, con todo su contenido dentro. En rigor, con la mitad del contenido porque en el desayuno ya habían consumido una parte. Tenían la costumbre de desayunar juntos, cereal con leche y trocitos de fruta. Él siempre le ponía azúcar, la leche sola no era de su agrado. Ella siempre se lo reclamó –“te vas a poner más gordo”, le decía-, pero él no le prestaba atención. Como casi siempre, la verdad. Quizás por eso es que la leche estaba volando. Tendría que reflexionar sobre eso: ya él no le prestaba ningún tipo de atención, en realidad. Es más: le aburría. Ya no era igual, no era como antes. Antes, en el lejanísimo pasado, se reían juntos. En pretérito pluscuamperfecto, se reían. En un pasado que, a la luz de los acontecimientos, era tan perfecto como es de imperfecto este presente continuo e inacabable. O dicho de otro modo: una mierda.

Veía que el pote de leche volaba y él se preguntaba qué fue lo que pasó para que llegaran hasta ese momento de sus vidas en el que, en un apasionado momento de arrechera, un envase a medio llenar de leche de vaca semidescremada y con suplementos vitamínicos, se encontraba en el aire, a velocidad sostenida, impulsado por una fuerza contundente emitida por su mujer, que en ese momento preciso tenía cara de pocos amigos. Se fijó mejor: esa cara no la había visto antes. Sabía quién era su dueña, pero nunca la había visto así: ceño muy fruncido, nariz arrugada, boca abierta con labios rígidos, mostrando los dientes en una especie de rugido, pómulos altos, ojos entrecerrados, marcando con fuerza las patas de gallo –“¡que no tengo patas de gallo! ¡Que para eso me gasto todos los reales que me gasto en cremas!”- que se le asomaban en la esquina externa de los párpados tensos. Su cuello parecía una guitarra, lleno de cuerdas estiradas hasta más no poder. Sus puños estaban cerrados -¿me va a pegar? No creo-. El cabello se agitaba al ritmo del movimiento de su cuerpo que hacía el esfuerzo de lanzar aquel pote que, poco a poco, se acercaba hacia su cara.

El envase semitransparente seguía su camino. No había nada que, al menos en apariencia, estuviese en la capacidad de interponerse en la trayectoria que le había imprimido el brazo de su mujer. La leche se iba desparramando por toda la cocina, era una tormenta láctea que caía impúdica por el piso, las encimeras, la puerta de la nevera, el horno, la mesa. Era un espectáculo de leche. “Habrá que limpiar luego”, se preocupó. Es que a la hora de limpiar, su mujer se ponía de mal humor. Aunque la verdad, no podría estar de peor humor, considerando el evento que transcurría en esos momentos. “Yo sí que me preocupo por pendejadas; foco, foco”, se decía. Mientras tanto, el producto continuaba impertérrito hacia su objetivo.

El instinto humano es una cosa seria. Sintió cómo su cuerpo se tensaba de forma incontrolable. El objetivo: evitar el golpe. Desviar su cara del trayecto que recorría el envase plástico lanzado por su mujer. Él no quería, en serio. No quería porque, en el fondo de su alma, sabía que ella tenía razón. Probablemente no se la daría nunca, era demasiado orgulloso. Pero tenía razón y se merecía su pote en la cara. Pero el cuerpo y los instintos traicionaron a su razón. Se agachó.

El pote se estrelló con fuerza en la pared, rompiéndose. La tensión del plástico no aguantó la fuerza del golpe. La leche estalló, dejando esquirlas de líquido por doquier. Sintió como su espalda se mojaba de leche salpicada. “Ahora me tendré que bañar y cambiarme de ropa”. Así era él. Y quizás por eso ella ahora lo odiaba. Se miraron un instante. Y luego ella, sin aguantarlo más, lloró. Desconsoladamente, inaguantablemente, lloró.

Él la miró con esa cara que sólo él sabe poner en los momentos más inoportunos, esa cara de incredulidad, asombro,  ignorancia y reproche que a su mujer solo la ponía de peor humor. Esa mirada que dice “no entiendo nada de lo que pasa” y “eres una exagerada” que a su esposa le sacaba la piedra. Así, con esa mirada, abrió la boca.

Ya, mujer, ya… no hay que llorar por la leche derramada.

Ella salió de la cocina, y de su vida, para siempre.
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Si te gustó, deberías leer lo que escribió Naky y su bestia en el lavandero.

2 de mayo de 2011

Reverón en el mes del Artista Plástico

Estoy muy contento. Mi amiga Gaby Arenas, de Fundación TAAP, me invitó a participar en la celebración del mes del Artista Plástico que organiza junto a Plastilinarte y La Rana Encantada. La idea que me propuso fue realizar una fotografía inspirada en alguna de las obras del maestro Armando Reverón.
Me decanté por "La Cueva", de 1919.




Para la foto, llamé justamente a Gaby y a Naky, quienes sirvieron de modelos. Aquí está la foto.Disfruté enormemente hacerla. De nuevo gracias a Fundación TAAP, a Gaby, Carlos y Naky.


(Haz click sobre ella para verla en grande)
Las actividades organizadas para ese día son las siguientes:


Fecha: Martes 10 de mayo 2011 
Hora: De 1:30 a 6:00 pm
Lugar: Universidad Católica Andrés Bello, Montalban. Caracas


Actividades:
Conversatorio: Perspectivas del Arte en la Venezuela del 2011
Hora: 1:30 pm 
Lugar: Auditorio UCAB (Aún estamos por confirmar específicamente cuál auditorio se utilizará dependiendo de la cantidad de asistentes)
Descripción de la actividad: Con este encuentro se espera hacer un balance de la situación actual del arte y los artistas plásticos en Venezuela, además de explorar los nuevos planteamientos y acciones que los creadores han propuesto frente a la situación de los museos y galerías en el país.


Artistas sobre artistas: 15 miradas sobre la obra de Armando Reverón
Hora: 2:30 pm
Lugar: Espacios abiertos de la UCAB
Descripción de la acción: A partir de las obras realizadas en vivo durante la tarde por diez artistas plásticos y de las fotografías tomadas por cinco creadores venezolanos, se espera conocer la visión que cada uno tiene sobre la obra de Armando Reverón.

28 de abril de 2011

La morgue

Siguió a su cuerpo incrédulo. La muerte lo había tomado por sorpresa y no tuvo el valor de alejarse de lo que había sido su morada carnal durante 47 años. Había algo de curiosidad también. Así que mientras sus restos yacían en la poltrona de su casa, su espíritu se quedó sentado en el suelo, absorto en sus pensamientos.
Es verdad, 47 años parecen pocos. Morirse a esa edad no tiene mucha gracia, pero tampoco era asunto de sentir rabia. Siempre pensó que no tenía sentido tenerle miedo a la muerte, y ahora, muerto como estaba, se dio cuenta que tenía razón. Fallecer no tenía nada de malo, o al menos hasta ese momento, lo que sentía era una enorme paz. ¿Paz? ¡Claro, con razón cuando alguien muere la gente dice “que en paz descanse”! ¡De eso se trata! De sentirse en paz…
Veía su cuerpo y, mal visto, no parecía estar muerto. Un poco pálido sí, pero muerto, no. Tuvo la suerte de morirse como si se quedara dormido, viendo televisión. La película estaba emocionante, pero no como para morirse de un infarto fulminante. Se dio cuenta que su cabeza iba y venía a distintas velocidades: por un lado, parecía que el tiempo se había detenido y que no pasaba nada a su alrededor. Su esposa descubrió su cuerpo, lloró, hizo varias llamadas, llegaron las autoridades... Todo eso ocurría a una velocidad pasmosamente lenta, como para que no olvidara cada detalle del efecto que tenía su muerte en los seres que amaba. Pero por otro lado, era como si tuviese visiones del futuro, su espíritu se iba llenando de imágenes, sensaciones, presagios: ya estaba en él la alegría de ver a su hija casándose con un hombre de bien, a su esposa superando una muerte tan inesperada como la de su joven marido y a su hijo menor graduado de ingeniero de la república. Y no había dolor ni resentimiento del estilo “me habría gustado vivirlo”, porque era como si lo estuviese viviendo. Sabía que estaba allí, presente para el nacimiento de sus nietos, para los viajes de vacaciones, para las reuniones familiares alrededor de la parrilla. No dejaba de estar porque sentía que formaba parte del espíritu de su casa, del corazón de su mujer y de sus hijos que no lo olvidaban.
Llegaron a llevárselo. “Es la hora”, pensó. “Seguro que ya me voy para donde me tengo que ir”. De la poltrona a la camilla. De la camilla al pasillo, bajarlo por las escaleras. Vio a los vecinos asombrados, algunos lloraban pausadamente –¿en serio me querían?-. Lo montaron en una camioneta.
Como ya el tiempo no existe, sabía que estaba en la morgue. Se asombró un poco por la rapidez, pero luego se dio cuenta de que, si trataba de recordar, era capaz de rememorar cada detalle del trayecto, de las calles, de los árboles, del frescor de la brisa de la tarde. La ciudad estaba bonita –o la muerte le sienta bien, no estaba seguro-.
No se sintió solo. Al principio no había prestado demasiada atención, quizás la sorpresa de la muerte lo hizo ensimismarse y no darse cuenta de que en la morgue no estaba solo. Pensó que era obvio, si estaba en la morgue habría otros muertos. Una mano se posó sobre su hombro, cálida pero intangible. “Es como una energía”, se dijo. Miró por encima de su hombro.
La morgue, para su sorpresa, era una fiesta.
“Morirse no es tan malo”. Y sonrió.
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Para matizar la tristeza del cuento "La Presa", Richard me pidió que escribiera algo alegre sobre una morgue. Esto fue lo que se me ocurrió. Espero que haya quedado menos deprimente que el otro...

26 de abril de 2011

La presa


- ¿Para dónde vas?

Sabía que la pregunta venía con el tono. Era fácil percibir sus molestias en la voz, no había necesidad de mirarlo. Aunque si hubiese volteado, habría notado también sus ojos, entrecerrados, fijos en su espalda. 

-  A resolver un asunto del condominio, amor, ya vengo.

Dejó a Antonio José como tigre enjaulado frente a un televisor que no proponía nada de lo que a él le hubiese gustado ver: no era época de beisbol, ya no pasan las peleas de boxeo y las pocas películas disponibles eran comedias rosas. Nada de acción, violencia o sexo gratuito. Y si de sexo gratuito se trataba, resulta que quien se lo proporciona se fue a “resolver un asunto del condominio”. ¿Qué carajo era eso del condominio, que podía ser más importante que él? Además, era sábado en la tarde, no era el momento para andarse con pendejadas del condominio. “El hombre de la casa merece ser atendido, para eso me parto el lomo trabajando” decía su papá cuando llegaba a la casa. Y no era poco lo que él trabajaba para darle a su mujer todo lo que ella le pedía. Siendo honestos, tampoco era demasiado: la había acostumbrado a vivir con poco más de lo necesario, sin lujos ni antojos, que esta no es época de andar malgastando la plata y él tampoco es un magnate de esos que salen en televisión.

Pero sí se dedicó a estudiar su técnico en contabilidad. Eso es algo que tenía que agradecerle a su vieja: que lo obligara a estudiar “una vaina, cualquier cosa, para que tengas como ganarte la vida sin ser obrero como tu papá”. En esa época le parecía que no tenía nada de malo ser obrero. Su viejo había logrado mantenerlos y echar para adelante una familia decente. Eran muy humildes, siempre vivieron en una casita muy modesta, pero con el apoyo de toda la familia, los hijos de Antonio y Benita resultaron unos hombres de bien, trabajadores como su padre, pero estudiosos como quiso la madre, quien siempre tuvo en mente que el futuro de esos muchachos no podía ser repetir el pasado de ellos.

Siempre trabajó para poder pagarse sus estudios. Tuvo la suerte de conseguir un buen puesto como vendedor de electrodomésticos en una tienda por departamentos. Tenía un talento casi sobrenatural para convencer a los clientes de comprar cosas que en realidad no necesitaban. Era capaz de destruir cualquier presupuesto y manipular toda situación a su favor, lo cual le permitió hacerse de las mejores comisiones por venta que se hubiesen visto en la historia de la compañía. Antonio José era una leyenda, con un carisma arrollador y una labia incontenible, enamoraba a todos.

En esas redes cayó Lucía, la secretaria de administración de la tienda. Sabía que Antonio era un picaflor, uno de esos que nadie recomendaba como marido. Pero se enamoró de ese hombre que recorría la tienda a gran velocidad, atendiendo con prontitud a cada cliente que se acercaba a preguntar por una licuadora o una cocina. La sonrisa amplia y perfecta, ojos brillantes, despiertos, atentos. Alto como una muralla, de espaldas anchas, fornido como su padre. Antonio José tenía lo suyo y lo sabía; por eso las mujeres se entrampaban con todo gusto y lo deseaban como padre de sus hijos.

No fue demasiado complicado para Antonio tomar la decisión de casarse con Lucía: una mujer linda, simpática, trabajadora. Y sobre todo, mucho más decente que el resto de las mujeres con las que había salido. Era la única que parecía tomarse en serio su relación con él, así que apenas pudo, le pidió matrimonio. Ella no lo pensó dos veces.
**
- ¿Se puede saber por qué te tardaste tanto?

No esperó la respuesta. Ella tampoco habría podido dársela: el golpe en la mandíbula no la dejó ni respirar. Se quedó viéndola con cara de odio. Lucía volteó lentamente y buscó en sus ojos la mirada que la enamoró, la sonrisa que era capaz de desangrar billeteras. No las encontró. Lo que tenía al frente era a un desconocido. Llovieron los golpes, como siempre.
**
¡Para dónde crees que vas!

Esta vez, Lucía miró de frente a esos ojos que ya no brillaban. Los suyos se humedecieron. Afuera estaba esperándola su hermano, que la ayudó a cargar la maleta con las pocas cosas que necesitaba para vivir, ya estaba acostumbrada a hacerlo con poco. Él se quedó mirando la puerta que se cerraba, aburrido, mientras ella sentía el alivio de la presa que, finalmente, se suelta de las enormes fauces de un monstruo que se cansó de jugar con su víctima.

11 de abril de 2011

Las patas sucias


-  ¡Ni se les ocurra montarse en la cama con las patas llenas de mugre!


Yo no sé cómo es que las madres no se dan cuenta de lo incongruentes que pueden llegar a ser. Estemos claros: si camino con los pies en el suelo, sin sandalia, chancleta, chola, zapato, zueco o cualquier cosa que se le parezca, es por pura imitación, modelaje que llaman. En casa siempre hemos visto a mi mamá caminando descalza. Recorre la casa entera recogiendo con las plantas de los pies todo el polvo que la naturaleza deposita en el pavimento.

Claro, ella tiene su excusa: camina descalza para poder sentir el momento en el que la casa necesita ser barrida y coleteada otra vez. Y cuando digo “otra vez” no es de gratis. Esa señora tiene la manía –porque de verdad parece una obsesión- de mantenerlo todo impecable, pulcro y “en su santo lugar”.

-  Es que todo tiene su puesto, mijito, y nada debería estar fuera de su puesto.

Las peleas por el desorden eran eternas. Que si tu cuarto es zona de guerra y un día de estos va a aparecer un muerto debajo del montón de ropa sucia, que si la mesa de comedor parece un barco pirata; ¿cuándo es que vas a recoger el poco e´ libros esos, si ya terminaste de estudiar?; que si yo pretendía dejar los zapatos atravesados en mitad de la sala porque ella me los lanzaría por los aires para pegármelos en la cabeza, que con esos zapatos tan grandes el que se tropiece se mata; que a quién se le había ocurrido dejar la pasta dental abierta que dejó todo el lavamanos manchado…

Cualquier momento era bueno para pegar cuatro gritos. Supongo que los vecinos los escucharían todo el tiempo. Pero es que las familias orientales son así: gritones, espléndidos en el arte de hacerse escuchar. Dicen que es la cercanía al mar y que las casas son siempre tan grandes que hay que gritar para que te escuchen de un lado a otro. La casa de mi abuela en Güiria era así, enorme. Quedaba en todo el frente de la plaza Bolívar. Bueno, en rigor, aún está allí, pero ya nadie habita en ella. Es la perfecta casa de pueblo, con zaguán, jardín interno y varios cuartos distribuidos a todo lo largo de la casa, y remata en un patio adornado con una mata de aguacate y un tanque de agua que fungía de piscina para cualquier hora del día o de la noche en que hiciera calor –que eran casi todas-. El piso era de granito, por lo que caminar descalzos sobre él era una delicia… aunque tremendamente peligroso si estabas mojado por haberte estado bañando en el tanque. Más de uno se dio un buen golpe en el cogote al resbalar en medio del comedor. 

- ¡Quién lo mandó a estar buscando comida a esta hora! ¡Es que no para de comer!

Las vacaciones en Güiria eran maravillosas. La gente me pregunta cómo es que podía aguantar las doce horas de camino que separan a Caracas del pueblo más cercano a Trinidad. Allá se acaba la carretera nacional: después del pueblo natal de mi abuelo no hay nada. Cualquier otro caserío en la costa de Paria tiene acceso solo por mar, incluyendo a Macuro, lugar donde desembarcó Colón en su tercer viaje hace unos 500 años. Yo incluso llegaba a enfermarme durante el viaje en el carro, se me subía la temperatura, tal era la emoción que me generaba saberme en camino a las temporadas más divertidas que puedo recordar.

En esa casa inmensa de techos altísimos e inagotables corrientes de aire nacieron todos mis tíos, nueve para ser exactos, hijos de Avelino y Josefina. La escena tuvo que haber ocurrido cientos de veces: alguno de ellos cogía para la plaza sin permiso, y mi abuela detrás pegaba tres gritos.

- Mira, muchacho del carajo, ¿para dónde vas tú? ¿Quién te dio permiso a ti de salir?

De ahí la gritadera. De ahí las patas sucias. De ahí las ganas de bañarme en interiores en medio de la Plaza Bolívar bajo los palos de agua que caen en ese pueblo al que ahora no visito con tanta frecuencia como quisiera. A veces se me olvida limpiarme los pies antes de acostarme, o dejo los zapatos atravesados en medio de la sala y la mesa llena de libros, esperando escuchar los gritos de mi abuela o –lo que se hereda no se hurta, dicen- los de mi mamá, recriminando el oscuro y asqueroso color de mis patas.
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La foto es de @Naky y los textos son míos...

7 de abril de 2011

La pestaña


Por todos lados se escuchaban los gritos de los niños que jugaban a ser policías y ladrones, monstruos del espacio, maestras de escuela o corredores de carreras de coches. El día era claro y fresco, ideal para salir de la casa y procurarse un poco de color en las mejillas. Las nubes correteaban con la brisa al igual que los niños, sin el menor asomo de provocar desaguisados que obligaran a cambiar planes y terminar en un “mall” rodeados de odiosas vidrieras, granito, metal y millones de maniquíes con etiquetas y precios.

Se acostaron en el pequeño jardín del parque, rodeados de matas de cayena enrojecida y un gran árbol de apamate. Era su rincón particular; desde ahí se podía escuchar todo lo que acontecía en los columpios, también podían verlo a una distancia prudente si levantaban un poco la cabeza. O si no, si lo que querían era perderse en sus inacabables charlas, el escondite les ofrecía suficiente privacidad.

Ese día, sin embargo, no hablaban. Era como si disfrutaran de tan solo sentir la grama en sus espaldas, del caminar de los escarabajos en los brazos y, sobre todo, de tenerse el uno al otro así, en silencio, sin más límites que los que dictan la moral y las buenas costumbres en los espacios públicos –que ellos tampoco eran de andar dando escándalos-.

Pasó el rato. El sol, que al llegar al parque estaba bastante alto, ya tenía algo de flojera por haberse levantado tan temprano. Apenas habían dicho dos palabras, se habían reído de uno de esos chistes que habían escuchado el día anterior, comentado sobre la peculiaridad de los colibríes o deseado que hubiese más días como aquel. ¿Quién no ha querido alguna vez que no llegue el lunes?

Cayó en cuenta de lo que habían logrado. Es uno de esos momentos en los que recuerdas –lo sabes, solo que a veces lo olvidas- lo que significa amar a alguien. Se levantó y se colocó sobre él, mirándolo fijamente a la cara, ese rostro que conocía como a sus propias impertinencias. Sonrió.

- Tienes una pestaña.
- Una no. Muchas.
- No, chico, que se te cayó una pestaña y la tienes debajo del ojo.

La tomó con delicadeza. La colocó en la yema de su pulgar derecho y se la ofreció en son de juego para pedir un deseo. Él colocó su dedo gordo sobre la pestaña y presionó. Cerraron los ojos.

Luego separaron los pulgares y la pestaña quedó pegada a uno de ellos. Rieron como si acabaran de cometer una travesura. Eran incapaces de compartir el deseo con el otro, debido a aquella vieja conseja que dice que si revelas tu petición, esta no se cumplirá. Pero en realidad no importa quien se quedó con la pestaña, porque solo Dios sabe que ambos habían pedido el mismo deseo, y que esa solicitud ya venía en camino.

31 de marzo de 2011

La Llegada


Todo comenzó con un fuerte rumor. Es bien sabido por todos que los animales no perciben el mundo igual que los hombres. Los colores son distintos: A veces el rojo es más intenso, a veces es el azul, o simplemente, para los más desafortunados, solo hay manchas de luces y sombras en gamas de grises. Igual, la perspectiva también cambia: no es lo mismo tener los dos ojos bien puestos frente a la cara, siempre mirando hacia adelante, que tenerlos a los lados, lo cual te brinda una mayor amplitud de tu campo visual. Y si, como en el caso de muchas aves, tu cabeza es capaz de girar como un torno, en la práctica no hay nada que se te escape, no tienes puntos ciegos ni nada de eso. Es que hasta el tiempo cambia. ¿Sabían que la razón por la que es tan difícil matar a una mosca es que, para ellas, el tiempo es percibido mucho más lento gracias a los miles de ojos que tienen en la cabeza? Por eso hemos tenido que inventar cualquier cantidad de artilugios para deshacernos de ellas. Pero tengan algo por seguro: sobrevivirán más tiempo que nosotros en este planeta.

Tampoco el sentido del olfato es igual. Nosotros, los pobres humanos, tenemos una membrana –la llaman pituitaria y yo siempre recuerdo a los pitufos por obvias razones- bastante pequeña. Dicen que es la evolución. Creo que en eso de evolucionar, los humanos hemos sido un poco estúpidos. No nos salieron alas, por ejemplo. A ninguno de nuestros antecesores le dio por pensar que su mundo sería mejor si pudiese saltar cada vez más alto o más lejos, en aras de la sobrevivencia del más apto. Quién sabe, es posible que hoy en día hubiésemos conquistado el cielo sin necesidad de aparatos. Tampoco imaginamos que nos convenía ser más fuertes, tener más músculos, o ser más grandes, más altos, más elásticos... O, como en el caso de la pituitaria, tener narices más grandes para oler más y mejor. Está clarísimo que muchos animales tienen una capacidad más desarrollada que la de nuestra diminuta pituitaria para percibir el más leve rastro microscópico del aroma que despide el ambiente que nos rodea. Incluso, hay animales que se dan el lujo de ir perdiendo la vista, de lo bien que les va guiándose por el sentido del olfato. En cambio nosotros, desdichados de nosotros… tiene que llevarnos por delante una avalancha de olores para apenas percibir la fragancia de los geranios o las naranjas.

¿Y qué decir de nuestro lastimado y casi olvidado sentido del oído? ¿Se han fijado que ya casi no tenemos orejas? Lo primero es un asunto meramente estético: nuestras orejas no tienen un tamaño llamativo, apenas si sobresalen a los lados de la cabeza y, en muchos casos, se ocultan debajo de una melena. Pero además, no tienen la prestancia de unas orejas felinas o la elegancia de las orejas de los conejos. Y ahora hablemos de la funcionalidad: ni se les ocurra pensar que nuestros oídos son un portento de la naturaleza, que si no, pregúntenle a los murciélagos o los delfines, que hacen gala –en realidad son unos presumidos- de un sentido del oído que funciona como sonares y que les permite volar en la oscuridad a los primeros y conseguir comida enterrada en la arena a los segundos. ¿Qué logramos nosotros con los oídos? Voltear antes de que nos atropelle un camión, supongo. O comunicarnos. Y ustedes dirán: “pero mira que comunicarse es una gran cosa”. Y yo les pregunto: ¿Y es que acaso los animales no se comunican? ¿O es que decidimos pensar que no lo hacen por el mero hecho –muy pretencioso, por demás- de que no los entendemos?

Seguro han escuchado esta vieja historia. Dicen que ciertas tribus indígenas podían percibir si alguien se acercaba gracias a las vibraciones que sus pasos generaban en el piso. Aparentemente, cuando el mundo era un lugar mejor –o quizás más tranquilo-, algunos tenían la capacidad de acercar su oído al piso y percibir las ondas que generaban el paso de las manadas de ñúes o bisontes a kilómetros de distancia, de modo que podían planificar la estrategia más adecuada para cazar alguno de estos gigantes y hacerse de alimento para varios días. Ahora, solo he visto algo similar en las películas donde hay vías férreas y los niños deciden pegar el oído al metal para sentir si viene el tren. O tiene que venir un tiranosaurio rex creado por computadora para que vibre el agua del vaso extrañamente presente en una camioneta de un parque de diversiones jurásico y nos demos cuenta de que algo peligroso se acerca.

Por eso digo yo que el hombre fue bastante tonto eligiendo sus súper poderes en la evolución. Nos decidimos por algo que nos hace sentir superiores, cuando en realidad parece que no lo somos tanto: la inteligencia. Hicimos evolucionar nuestros pensamientos, para poder decirnos a nosotros mismos que somos racionales. Porque tampoco es que podamos andar por la naturaleza presumiendo de nuestra superioridad: ninguno de quienes comparten este pequeño planeta azul con nosotros es capaz de valorar el hecho de que nosotros somos “seres superiores”. Es más, les podría importar bastante poco. Pero no. Les importa. Hemos logrado que les importe.

Todo comenzó con un rumor. La tranquilidad del lugar se quebró con un comentario que hizo uno de ellos hablando para sí, casi sin querer, como pensando en voz alta.

- ¿Sintieron eso?
- ¿Qué cosa?

Conocían cada olor, cada paisaje, cada hoja del hogar que habían ocupado siempre. Sabían de cada quien por sus pasos, sus ruidos, sus hábitos. La vida era bastante predecible: naces y tratas de sobrevivir. Te comes a este y a aquel, te proteges o huyes de uno y el otro. Construyes tu refugio, buscas pareja –o parejas, dependiendo de tu especie y de tu suerte-. Te reproduces y sigues sobreviviendo. Y un buen día, tratas de huir y no lo logras, por lo que te conviertes en alimento de algún otro que también está intentando pasar el mayor tiempo posible respirando. Así había sido desde siempre. 

- ¿Qué fue eso?
- ¿A qué te refieres? 
 Eso…

Los nervios se fueron apoderando del lugar. Ruidos desconocidos, vibraciones irregulares, olores extraños se acercaban y se hacían cada vez más relevantes, más presentes. Eran ajenos, visitantes, depredadores. El instinto de supervivencia hizo que algunos huyeran, abandonando con dolor sus referentes y sus certezas. Otros, paralizados, no atinaban a tomar una decisión.

Aquel lugar que había visto pasar tantas lunas, había sido invadido. Una historia de miles de años, de millones incluso, había sido turbada, amenazada, torcida por el único que, estúpidamente, había decidido evolucionar haciéndose cada vez más débil. Vieron con estupefacción y resentimiento a aquel que vino a conquistar un espacio que no era suyo.

 No te preocupes. No durará mucho -, dijo uno, abandonando el lugar para siempre.
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La foto es de @Naky y los textos son míos.
El segundo cuento de Naky se llama Como papagayos, y lo puedes leer acá.
Si te gustó, quizás te gustaría leer también La Playa o La Ignominia...

25 de marzo de 2011

La Ignominia

Ofendida. Sus risas producen esa extraña resonancia que no soy capaz de evitar. Mueve su barbilla con ritmo, regalando a su pecho movimientos cadenciosos y quienes la observan se contagian, aún no comprendiendo sus bromas, pero es ella y como con los bostezos, una ola de carcajadas vuelven a mí, se replican en mí, un amasijo de sonidos a los que aporté el vaho que desprenden, compartido, son lo mismo, yo configuré los címbalos de sus campanas y el contenido necesario para que estallasen acompasadas.

Mancillada. Su imprecisión, hizo de mí un recuerdo rápido, uno de tantos, de aquellos que logren sobrevivir a la velada, compitiendo feroces entre sus propias condiciones de ridículo y su proclividad a ser payasos en colectivo, quién caiga primero, aquel o aquella al que las palabras se le enreden, quien caiga tratando de sentarse en una
silla, la que tropiece, el que irresponsablemente suba a su carro acelerando así el riesgo contra su vida y la de cualquier infortunado que llegue a cruzarse en la ruta, desordenada y sortaria.

Antes estuve allí, protagonista de sus ganas. Me encontré con mis iguales al aire, con sus dedos en mí. No necesité más que la marca de sus labios, iridiscentes, bellos aunque no simétricos, pero suyos en mí. Felices ambas.

Richard lleva su mano derecha a la frente y dice con suficiente volumen para sobrepasar la música, las conversas y el sueño de los vecinos:

- ¡Panas, se nos acabó el vino tinto!
- ¡Pues tomaremos vodka! -, grita Gabriela desde la otra esquina de la sala, bandeando la propuesta cuyo único color reside en la etiqueta.

Todos ríen, mientras se acusan unos a otros de haber bebido más, de las contribuciones que no fueron y por eso es que no alcanzó. Más de una docena de botellas verde oscuro entran en concurso a ver cuál fue el país seleccionado por más comensales. De plano ganan los chilenos, lo sé, conozco su consonancia, también sé de sus efectos cuando no se respeta su edad y saltas de un gran reserva a un crianza como si de agua mineral se tratase. Por eso están así. Maleducados, pandilla de incultos jugando con taninos cuando regularmente sólo beben cervezas.

Ella se contuvo, resistió. Carlos decidió hacerle depositaria de los sobras de los demás, una mezcla con saliva y hálitos de los que aceptaron la transa hacia el licor incoloro, incluso de los ausentes: todas y todos a ella. Volvió a intervenir Gabriela con un grito, porque aún borracha tiene criterio:

- Deja eso ahí, si quieres toma agua, pero nunca sobras.

Encendió dos cigarrillos, le acercó el primero y comenzó la ignominia. Cuánto asco la primera vez que sus cenizas se bañaron gozosas en el tinto que aún conservaba, reduciéndome a nada, ofendida, mancillada,
una copa convertida en cenizal.


(Foto de @Jogreg, textos de @Naky)

24 de marzo de 2011

La playa


No había podido dormir. El ruido de las olas lo mantuvo a la expectativa de lo que ocurriría inexorablemente al día siguiente. Amaba el mar, juguetear con la arena impecable que se escurre entre los dedos mientras buscaba conchas marinas y ver a los guacucos y chipichipis sacar su lengua amarilla y resbaladiza. Amaba el ruido de las olas, pero no el que se escucha desde la orilla o desde las piedras del malecón. Se aburría a rabiar cuando le pedían que se sentara al final de la tarde a ver el horizonte y escuchar el golpe marino contra las rocas –“el mar no se mira, con el mar se juega” decía él-. Era el sonido que se escucha desde lo profundo, cuando dejas que esa enorme masa de agua te cubra por completo, el que más le gustaba. Estar allá abajo hace que el tiempo pase más despacio. Le gustaba abrir los ojos y sentir la sal picándole la córnea, para luego salir y restregarse los párpados con el dorso de la mano y volver a entrar. Era un acto masoquista, aunque él en realidad no tenía ni idea de que tal palabra siquiera existía.

Le encantaba sentir el sol sobre su espalda, a pesar de la mezcla de potingues que su mamá acostumbra a ponerle para protegerlo de quemaduras e insolaciones. Cada dos horas se repetía el procedimiento de embadurnar toda su pequeña humanidad, creando una capa a la que decidió adjudicarle súper poderes, a modo de hacerla más divertida. Entonces, se convertía en el héroe al que era imposible vencer gracias a su delgada pero indestructible capa de FPS-60 o “Fusión Protónica Sintética de última generación”, con la cual se atrevía hasta lo indecible para rescatar desde un cangrejo hasta el mar entero de las poderosas fauces de la devastación ecológica.

Desde la noche anterior el mar lo esperaba con su arrullo provocador. Esperaba impaciente a que toda la familia se despertara para poder ir a corretear olas y atrapar burbujas que estallaban al menor contacto. Sintió que la luz comenzaba a colarse por las rendijas de su ventana y sin la menor pudicia corrió hasta el cuarto de su mamá.

-¿Puedo salir ya?

Ella, aun arremolinada, apenas abrió un ojo para descubrirlo ataviado con toda la indumentaria que Jacques Cousteau habría envidiado para su corta edad: traje de baño azul celeste, par de salvavidas en los brazos, careta y tubo de respiración para los casos de sumersión prolongada e investigaciones detalladas sobre la vida marina, chapaletas de colores que triplicaban el tamaño de sus pies, un dinosaurio –aunque a veces parecía un dragón- inflable que le permitía descansar mientras flotaba sobre él, tobo y palita plásticos para la construcción del infaltable palacio imperial de arena y la toalla enrollada en su cuello.

-¿Puedo salir ya? ¿Puedo, sí, puedo?

Intentó enfocar la mirada en su reloj de pulsera. “¿Qué hace este muchacho despierto a las 5:30 de la mañana?”.

Tuvo que posponer el inicio de su aventura acuática y conformarse con suspirar mientras lo observaba desde el pequeño orificio que dejaba la pared de ladrillos de adobe, al menos hasta que su mamá se levantara e hiciera las empanadas de cazón que le darían la energía necesaria para enfrentar a los “enemigos del mar” -o los amigos del mal, daba igual-. Qué bueno que el mar, como el amigo fiel que es, lo seguiría esperando.

(Foto elegida por @Naky. Textos de @Jogreg)